Crímenes triviales by Rafael Balanzá

Crímenes triviales by Rafael Balanzá

autor:Rafael Balanzá
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Terror
publicado: 2012-09-17T23:00:00+00:00


El diablo en la escalera

MEFISTÓFELES: Omnisciente no soy, pero soy consciente de muchas cosas.

Goethe

Fausto

Se había pasado la infancia y la juventud persiguiendo a sus propios miedos. Y siempre, de algún modo, los había acabado encontrando. Incluso en sus guaridas más recónditas. Ahora, en su edad adulta, Miguel Morales recordaba con repugnancia —con repugnancia autocompasiva— cómo durante su adolescencia, al asomarse a un precipicio, a duras penas resistía la tentación de saltar. Si veía, por ejemplo, una maquinaria peligrosa, tenía que obligarse enseguida a pensar en algo muy distinto y alejado, para no tener que luchar angustiosamente contra el absurdo impulso de meter la mano entre los engranajes, entre los rodillos. Tan acostumbrado estaba a perseguir el miedo, que cuando fue el miedo el que vino a buscarlo a él, se sintió exangüe y quebradizo como si se hubiera vuelto de hojaldre.

Y eso fue exactamente lo que empezó a ocurrir, de manera insidiosa, una tarde de septiembre, a partir de cierto programa de televisión bastante torticero. Por esa época, la vida —sin que él tuviera la impresión de haberle hecho nada desacostumbrado— se le había vuelto enconadamente hostil. Había pasado con su mujer, Isabel, unas vacaciones deliciosas; si alguien le hubiera preguntado por ellas, no hubiese dudado en calificarlas como las mejores que habían compartido nunca. Era su tercer verano de matrimonio. Sin embargo, al regresar a casa, ella le explicó que necesitaba algún tiempo para sí misma y que lo iba a abandonar por unas semanas. Todo esto sin haber deshecho aún el equipaje. Corrió en vano su turno de ruegos y preguntas. Intentó averiguar si tenía algo que ver la discusión de después del desayuno. (Una insignificante tontería sobre sus zapatos. ) Pero Isabel no quiso darle más explicaciones. Se largó, sencillamente. Cerró con suavidad la puerta. Miguel volvió a abrirla —ella todavía aguardaba el ascensor, con la misma maletita roja con ruedas que había traído del hotel— y la cerró de una formidable patada que hizo retumbar el edificio entero.

Lo del programa de televisión sucedió dos o tres días más tarde. Mientras se recalentaba algo en el microondas, fue un momento al comedor y usó el mando a distancia como una vara de domador, para hacer saltar a su televisión, despóticamente, de canal en canal, sin conceder ni un segundo a cada imagen. Hasta que algo lo obligó a detenerse. Le hubiera costado mucho precisar qué reclamó su atención, dado que la escena resultaba trivial, después de todo; excepto por una iluminación notablemente dramática. Había dos hombres, sentados el uno frente al otro, en una burbuja de luz rodeada de penumbra. Al entrevistador lo conocía. (Su rostro, no su nombre. )

—Usted está matando...

El otro llevaba un pulóver negro. Era relativamente joven: más o menos de su misma edad. Y escuchaba sin inmutarse; con una expresión ausente, vacía.

—... a alguien. En otro lugar.

Atractivo, podría decirse, excepto por un detalle espeluznante. En sus ojos: un iris demasiado pequeño, no mucho mayor que las mismas pupilas. “Otro circo...” fue lo que pensó, más o menos.



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